Inclasificable. Así ven muchos a Francisco. Con cien días de pontificado cumplidos, todavía sigue siendo materia de debate si el nuevo Papa es de izquierda o de derecha. Progresista o conservador.
Hubo cierta perplejidad frente a un Pontífice al que no es posible encasillar. ¿Dónde ubicar a quien fustiga el capitalismo salvaje y la dictadura del dinero, pide una Iglesia pobre para los pobres y critica incluso a los obispos demasiado aferrados a los tesoros materiales, pero que a la vez llama a defender el estatus jurídico del embrión humano y denuncia la presencia de un “lobby gay” en el Vaticano?
Algunos creyeron encontrar la solución definiendo a Jorge Bergoglio como revolucionario en las formas y conservador en el fondo. Es decir, un Papa con auténtica vocación pastoral, cercano a la gente, sencillo y directo en su modo de comunicar, pero “para nada revolucionario en términos de doctrina”.
En realidad, lo que se evidencia es la dificultad por salir de esquemas heredados de una tradición liberal (tanto de izquierda como de derecha) que asocia lo religioso -y lo clerical en particular- con lo conservador y enemigo de todo cambio.
Resulta irónico ver a algunos afirmar que “Bergoglio no es para nada revolucionario”, partiendo evidentemente de un concepto por demás reduccionista de revolución, y basados estrictamente en cuestiones de “moral reproductiva”, dejando de lado la radicalidad de su mensaje evangélico y, sobre todo, su actitud de vida, en un todo coherente con esa prédica.
Desde esta perspectiva, lo “lógico” sería que un Papa que ha hecho una opción tan fuerte por los pobres sea “progresista”, es decir que esté dispuesto a “modernizar” los mandamientos de la Iglesia, abolir el celibato, aceptar el llamado “matrimonio para todos”, e incluso a desacralizar la vida, relativizando los interdictos sobre su fin y su principio (eutanasia y aborto).
En un reciente artículo en el Corriere della Sera, el vaticanista Vittorio Messori, biógrafo de Juan Pablo II, proclamó a Bergoglio “heredero de una tradición de catolicismo social”.
Refutando a quienes, por su acercamiento a los pobres, calificaron a este Papa como “de izquierda”, rescató la corriente de compromiso social que en el siglo XIX y comienzos del XX integraron muchos “sacerdotes y laicos catalogados por los ‘progresistas’ como ‘papistas’ y ‘reaccionarios’”. Eran hombres, escribió, de un “extraordinario compromiso a favor de toda miseria humana”, pero a la vez “seguidores de la más rigurosa ortodoxia (y) estricta obediencia a la jerarquía”.
Citó varios nombres bien conocidos en nuestro país y en el mundo: Giuseppe Benedetto Cottolengo (1786-1842), Giovanni Bosco (1815-1888) y Luigi Orione (1872-1940).
“Mientras los gobiernos liberales, frecuentemente inspirados por la masonería -escribe Messori, en referencia a los años de surgimiento y auge de ese catolicismo social- no sólo se preocupan muy poco de los pobres, sino que les cobran impuestos hasta en el pan y secuestran por años a sus hijos para el servicio militar; mientras que el naciente socialismo distribuye palabras y opúsculos, preocupándose más de la ideología que de la miseria concreta, he ahí a los católicos ‘papistas’, los despreciados ‘reaccionarios clericales’, bajando al terreno para ayudar a los hambrientos, enfermos, ignorantes y abandonados (y) alzando la voz contra tantas necesidades que los ricos quieren ignorar”.
Tercera posición
El nuevo Papa entusiasma a las multitudes. Pero también molesta a izquierda y a derecha. Tanto a los que esperaban de él que asumiera su agenda progresista como a los que miran con preocupación la reforma que prepara para la curia. Pero Francisco, a la vez que recuerda el carácter sagrado de la vida, denuncia con fuerza una economía que reduce a la persona humana a mercancía e idolatra el dinero.
Para Frédéric Mounier, corresponsal del diario católico La Croix en el Vaticano, “(Francisco) rompe deliberadamente los códigos ya antiguos que quieren clasificar a la Iglesia y a sus actores en ‘conservadores’ y ‘progresistas’”. Y agrega: “Frente a la alianza objetiva entre liberales en materia de ética pública (considerados ‘conservadores’ de derecha) y libertarios en materia de ética privada (‘progresistas’ de izquierda), el Papa traza el surco de la Iglesia, manifestando un lazo que molesta. Ese lazo entre ética privada y pública es la espina dorsal de la doctrina social de la Iglesia y es por esa razón que es y seguirá siendo inclasificable”.
También Juan Pablo II desconcertó a los analistas cuando, tras haber contribuido a la liberación de la Europa del Este del yugo comunista, proclamó que en el socialismo había “semillas de verdad” y se volvió hacia Occidente para fustigar los excesos del capitalismo y denunciar la explotación de los trabajadores.
Siendo Jorge Bergoglio argentino, es inevitable considerar además que su “tercera posición” se enmarca también en su militancia juvenil en un movimiento cuya razón de ser -aunque algunos a veces lo olviden- fue precisamente la búsqueda de la equidistancia entre los sistemas inspirados en el marxismo y en el liberalismo, dos polos ideológicos extremos que han engendrado imperios y dictaduras.
Si se deja de lado el esquemático clivaje izquierda-derecha que la historia ha desmentido tantas veces, lo que surge es el carácter revolucionario de un pontificado que reafirma la dignidad de la persona humana frente a todos los intentos de avasallamiento -dictadura del consumo, relativismo de los valores- y por la radicalidad con la que proclama el deber de la Iglesia de ir hacia las “periferias geográficas y existenciales” del mundo.
El cristianismo será revolucionario o no será…