Este gesto tiene la fuerza de una revolución que no tiene igual ni siquiera en siglos lejanos. A partir de aquí la Iglesia entra en terreno desconocido. Deberá elegir un nuevo Papa mientras el predecesor está aún en vida y sus palabras todavía resuenan, sus dictámenes aún valen y su agenda espera ser llevada a cabo.
Esos cardenales que la mañana del lunes 11 de febrero habían sido convocados en la sala del consistorio para la canonización de los ochocientos cristianos de Otranto martirizados por los turcos hace seis siglos se quedaron atónitos cuando oyeron a Benedicto XVI, al término de la ceremonia, anunciar en latín su renuncia al pontificado.
Les tocará a ellos, a mediados de la Cuaresma, elegir el sucesor. El domingo de Ramos, el 24 de marzo, el nuevo elegido celebrará su primera misa en la plaza de San Pedro, en el día de la entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de un asno, aclamado como el “bendito que viene en el nombre del Señor”.
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Los cardenales que a mediados de marzo se encerrarán en cónclave son 117, el mismo número de los que hace ocho años eligieron al Papa Joseph Ratzinger en el cuarto escrutinio con más de dos tercios de los votos, en una de las elecciones más fulmíneas y menos contrastadas de la historia.
Sin embargo, todo será distinto esta vez. El anuncio de la dimisión ha sorprendido como el ladrón en la noche, sin que un largo ocaso del pontificado, como había sucedido con Juan Pablo II, les hubiera permitido llegar al cónclave con las opciones ya suficientemente analizadas.
En 2005, la candidatura de Ratzinger no surgió repentinamente: ya se había madurado al menos un par de años antes, y todas las candidaturas alternativas habían fracasado una tras otra. Hoy seguramente no será así. Y a la dificultad de individuar los candidatos se suma lo inédito de un Papa renunciante.
El cónclave es una máquina electoral única en el mundo que, afinada en el tiempo, ha conseguido en el último siglo producir resultados sorprendentes, eligiendo Papas a hombres de cualidades decididamente más altas del nivel medio del colegio cardenalicio que, en su momento, los ha votado.
Por citar el caso más clamoroso, la elección en 1978 de Karol Wojtyla fue un momento de genialidad que permanecerá para siempre en los libros de historia.
Y el nombramiento de Ratzinger en 2005 no lo fue menos, como han confirmado los casi ocho años de su pontificado, marcados por una distancia insuperable entre la grandeza del elegido y la mediocridad de muchos de sus electores.
Además, los cónclaves se caracterizan a menudo por la capacidad del colegio cardenalicio de imprimir virajes en el papado. La secuencia de los últimos Papas es instructiva también sobre esto.
No es una larga lista gris, repetitiva y aburrida. Es una sucesión de hombres y acontecimientos marcados cada uno de ellos por una fuerte originalidad. El inesperado anuncio del concilio dado por el Papa Juan XXIII a un grupo de cardenales reunidos en San Pablo Extramuros no fue ciertamente menos sorprendente y revolucionario que el anuncio de la dimisión dado por Benedicto XVI a otro grupo de cardenales estupefactos hace pocos días.
Pero en las próximas semanas sucederá algo que no ha sucedido antes. Los cardenales tendrán que valorar qué confirmar o innovar respecto al precedente pontífice con él aún vivo. De Ratzinger todos recuerdan y admiran el respeto con el cual trataba también a quien era su adversario: hacia el cardenal Carlo Maria Martini, el más eminente de sus opositores, ha manifestado siempre una admiración profunda y sincera. Ahora bien, a pesar de su prometido retiro dedicado a la oración y el estudio, casi una clausura, es difícil que su presencia, aunque silenciosa, no grave sobre los cardenales convocados en cónclave y, después, sobre el nuevo elegido. Es inexorablemente más fácil debatir con libertad y franqueza de un Papa en el cielo que de un ex Papa en la tierra.
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Hasta el 28 de febrero la agenda de Benedicto XVI no se modificará. Después del retiro de las cenizas y de una “lectio” a los sacerdotes de Roma sobre el Concilio Vaticano II, se asomará el domingo para el Ángelus, recibirá el miércoles en la audiencia general, hará los ejercicios espirituales escuchando la predicación del cardenal Gianfranco Ravasi, recibirá en visita “ad limina” a los obispos de Liguria presididos por el cardenal Angelo Bagnasco y después a los de Lombardía con a la cabeza el cardenal Angelo Scola.
La casualidad quiere que precisamente él pudiera estar saludando al siguiente Papa en uno de estos dos cardenales.
En Italia, en Europa y en Norteamérica la Iglesia atraviesa años difíciles, de declive general, pero con un despertar vital e incidencia pública aquí y allá, a veces inesperado, como ha sucedido recientemente en Francia. De nuevo, por tanto, los cardenales electores podrían orientarse a candidaturas de esta área, que en todo caso sigue poseyendo el liderazgo teológico y cultural sobre toda la Iglesia. Y precisamente Italia podría volver a la carrera, después de dos pontificados que han ido a parar a un polaco y a un alemán.
Entre los candidatos italianos, Scola, 71 años, parece el más sólido. Se ha formado como teólogo en el cenáculo de Communio, la revista internacional que tuvo a Ratzinger entre sus fundadores. Ha sido discípulo de don Luigi Giussani, el fundador de Comunión y Liberación. Ha sido rector de la Lateranense, la universidad de la Iglesia de Roma. Ha sido patriarca de Venecia, donde ha demostrado una eficaz capacidad de gobierno y ha creado un centro teológico y cultural, el Marcianum, proyectado con la revista Oasis hacia la confrontación entre el Occidente y el Oriente cristiano e islámico. Desde hace casi dos años es arzobispo de Milán. Y aquí ha introducido un estilo pastoral muy atento a los “alejados”, con invitaciones a las misas en la catedral distribuidas en los cruces de las calles y en las estaciones de metro, y con una atención especial hacia los divorciados vueltos a casar, a los que se anima a acercarse al altar para recibir, no la comunión, pero sí una bendición especial.
Además de Scola, podría entrar en la lista de seleccionados como candidatos también el cardenal Bagnasco, 70 años, arzobispo de Génova y presidente de la conferencia episcopal italiana.
Por no hablar del actual patriarca de Venecia, Francesco Moraglia, 60 años, astro naciente del episcopado italiano, pastor de gran vida espiritual, muy amado por sus fieles. Su límite es que no es cardenal. Pero nada prohíbe que pueda ser elegido también quien no forma parte del sacro colegio, aunque incluso el muy titulado Giovanni Battista Montini, invocado como Papa ya en 1958 tras la muerte de Pio XII, tuvo que esperar a recibir la púrpura antes de ser elegido en 1963 con el nombre de Pablo VI.
Fuera de Italia, el colegio cardenalicio parece que se orienta y mira hacia Norteamérica. Aquí, un candidato que puede corresponder a las expectativas es el canadiense Marc Ouellet, 69 años, plurilingüe, también él formado teológicamente en el cenáculo de Communio, durante muchos años misionero en América Latina, después arzobispo de Quebec, es decir, de una de las regiones más secularizadas del planeta y hoy prefecto de la congregación vaticana que selecciona a los nuevos obispos en todo el mundo.
Además de Ouellet, dos norteamericanos apreciados por el colegio cardenalicio son Timothy Dolan, 63años, dinámico arzobispo de Nueva York y presidente de la conferencia episcopal de los Estados Unidos, y Sean O’Malley, 69 años, arzobispo de Boston.
Nada sin embargo excluye que el próximo cónclave decida abandonar el viejo mundo y abrirse a los otros continentes.
Si bien en América Latina y África, donde reside sin embargo la mayor parte de los católicos, no parecen emerger personalidades relevantes capaces de atraer votos, no sucede lo mismo con Asia.
En este continente, que se prepara para convertirse en el nuevo eje del mundo, también la Iglesia católica juega su futuro. En Filipinas, que es la única nación de Asia donde los católicos son mayoría, brilla un joven y culto cardenal, el arzobispo de Manila Luis Antonio Tagle, hacia el cual crece la atención.
Como teólogo e historiador de la Iglesia, Tagle ha sido uno de los autores de la monumental historia del Concilio Vaticano II publicada por la progresista “escuela de Bolonia”. Pero como pastor ha mostrado un equilibrio de visión y una rectitud doctrinal que el mismo Benedicto XVI ha apreciado mucho. Sobre todo sorprende el estilo con el cual ejerce de obispo, viviendo sobriamente y mezclándose con la gente más humilde, con gran pasión misionera y caritativa.
Un límite podría ser que tiene 56 años, un año menos de la edad con la cual fue elegido Papa Wojtyla. Pero aquí vuelve a tener importancia la novedad de la dimisión de Benedicto XVI. Después de este gesto, la joven edad no será ya nunca un obstáculo para ser elegido Papa.