En el cuadragésimo aniversario de la muerte del ex presidente Francisco A.
Caamaño, tras su captura en combate contra tropas gubernamentales durante su
aventura foquista de 1973, los sospechosos habituales están regodeándose
haciendo lo que mejor ha hecho siempre la díscola y atomizada izquierda
dominicana.
¿Que qué es? Agudizar su desunión en base a un pueril afán de
vanagloria y un esfuminado histórico dentro de la mejor tradición comunista. Si
siguen como van, dentro de otras cuatro décadas Duarte le quedará chiquitico a
Caamaño pero no habrá ninguna izquierda para celebrarlo.
El coronel Caamaño merece un sitial de honor entre los patriotas
dominicanos por su liderazgo militar y político durante la revolución de 1965.
Esa preeminencia es indiscutible por más que sus adversarios de entonces
insistan en señalar sus debilidades, como haberse “plumeado” horas antes de la
batalla del puente Duarte o luego dejarse envolver por inescrupulosos
advenedizos que hasta el sol de hoy viven exprimiendo cada gota de gloria pese a
sí mismos.
Ese presidente Caamaño, cuyo carácter debió refundirse en el crisol
de la guerra patria contra decenas de miles de soldados extranjeros mejor
equipados y entrenados que la tropa dominicana; ese coronel Caamaño que ante las
inconsistencias de Bosch proveyó a la patria un espinazo de acero para mantener
erguido el honor; ese guardia orgulloso y altivo que sin mucha consciencia
política hizo lo que tenía que hacer, aún arriesgándolo todo, porque eso era lo
que había que hacer; ese es un héroe que ningún dominicano serio se atreve a
menoscabar, así sea sólo por respeto a sus timbales.
Pero el Caamaño que cierta claque envanecida y en pugna incesante
entre sí, en desacuerdo sobre casi todo, pretende venderle al pueblo como figura
modélica es el despistado que cambió un inmenso liderazgo moral con pocos
precedentes, cuya fruición no cuajó por impericia y malos consejos, por
capitanear un pelotón de guerrilleros inexpertos e incapaces que quisieron
creer, contra toda sensatez, que podrían luchar contra un Ejército y un gobierno
que, por más imperfecto que fuera, era legal y legítimo.
Caamaño vino a matar guardias y policías, a subvertir su patria que
anhelaba paz tras tanta sangre y guerra; ¿qué otra muere que no fuera a tiros,
aun haya sido fusilado, podía esperar un coronel desertor alzado en armas contra
el gobierno?
Llamar las cosas por su nombre entraña el riesgo de la ira de los
orates.
Escrito por: JOSÉ BÁEZ GUERRERO (jbg@baezguerrero.net)