La mañana era soleada. Tras numerosos controles de seguridad y el cumplimiento de todas las normas de protocolo, el “pool” (comitiva de periodistas seleccionados) llegó hasta el Patio de San Damaso. La planta baja del Palacio Apostólico. Ya se encontraba allí un primer piquete de la Guardia Suiza Pontificia, una formación de reclutas uniformados con sus célebres trajes azules y amarillos.
Otros dos guardias custodiaban el ingreso, ya adornado con una alfombra roja. Por allí se adelantó nuestro grupo, subiendo a un lujoso ascensor completamente de madera. Bajo un escudo papal el clásico indicador de los niveles. Pero, en lugar de números, en él se podían leer las plantas: “Cortile San Damaso”, “Prima Loggia”, “Seconda Loggia” y “Terza Loggia”. En ese primer nivel se encuentra la Secretaría de Estado, en el segundo el “piso diplomático” (para audiencias y visitas oficiales) y en el tercero los apartamentos pontificios.
Al abrirse la puerta en el segundo, el impacto inicial lo ofrecen los impresionantes frescos medievales que cubren paredes y techos. Más allá, al final del pasillo, la Sala Clementina. Y, pasando los controles, una serie de lujosas habitaciones. La Sala de San Ambrosio es usada para la ubicación de periodistas y fotógrafos, desde ella puede seguirse el arribo del presidente y su delegación.
El mandatario guatemalteco llegó a las 10:45. Acompañado por su mujer, su hija, su nuera y cuatro nietos. La familia en pleno. Aprovechó la ocasión única, claro está, de ser el último mandatario en saludar oficialmente al obispo de Roma. Y también invitó a algunos funcionarios de su gobierno. De paso.
Una vez presenciado el desfile de la delegación, escoltada por los “gentilhombres del Papa” (notables de la corte pontificia), el grupo de comunicadores fue conducido a paso veloz –casi corriendo- por los pasillos ocultos del Vaticano. Y no es broma. Porque, para evitar el paso por el mismo lugar de la comitiva invitada, se usa un camino alternativo formado por un conducto estrecho que comunica internamente diversas oficinas.¿Objetivo? Cortar camino y llegar primero a la Sala del Troneto, lugar del saludo entre Benedicto XVI y el presidente. Así bautizado porque contiene un trono, de dimensiones más reducidas a las habituales. Unos minutos de espera y, poco después de las 11:00, Joseph Ratzinger llegó al lugar. Su paso lento y su notable encorvamiento delataban los achaques de la edad. Aún así se mostró lúcido en todo momento.
“¡Bienvenido señor presidente!”, dijo. Pérez Molina agradeció, luego ambos entraron a la biblioteca y se sentaron frente a un gran escritorio de madera. Con voz baja pero comprensible, el líder católico exclamó: “Sabemos de las dificultades de Guatemala y del problema de las drogas”. Ahí mismo se cerraron las puertas. El resto fue privado.
El coloquio duró 25 minutos. Mientras tanto, afuera, el secretario personal y prefecto de la Casa Pontificia, Georg Gaenswein, se mostró distendido y hasta sonrió varias veces a la hora de saludar a la comitiva que siguió la audiencia. Parecieron haber quedado atrás, al menos en la expresión, los días tristes que caracterizaron la semana que termina.
Como era de esperar, el tema ineludible del diálogo fue la renuncia. Así contó ese momento el presidente guatemalteco, en una entrevista justo después de dejar al Papa: “Le dije que recibimos con conmoción la noticia, pero que lo comprendíamos y valoramos muchísimo su humildad. Me dijo que había sido una decisión muy dura y difícil, pero que por su edad y por su salud ya no podía estar viajando, que su responsabilidad era muy grande y por eso consideraba que era lo correcto para la Iglesia. Lo noté con mucha firmeza”.
Y agregó: “Lo vi muy bien, con mucha claridad, los temas los tocó con mucha amplitud y conocimiento. Yo lo observé en muy buenas condiciones y aunque tiene un paso lento al caminar, normal por la edad, el Papa está muy bien. Aseguró que, pese a retirarse, iba siempre a rezar por la Iglesia”.
Sí, efectivamente estaba muy bien. Dentro de lo que cabe. Si no podría parecer absurda la explicación de la renuncia. Porque, a sus 85 años, Joseph Ratzinger tiene artrosis, camina mal, se ve jorobado, le cuesta enfocar con un ojo, se procura heridas involuntariamente, se fatiga con facilidad y tiene un marcapasos.
Aún así su gentileza está intacta. Se notó en el intercambio de regalos con el presidente Pérez. Varias veces agradeció los obsequios recibidos: una Virgen del Rosario, un libro sobre la Semana Santa y un rosario de jade. Y confesó que sus dones eran “más modestos”: la medalla de su pontificado y un estampa del siglo XVII que reproduce la Plaza de San Pedro de entonces, aún inconclusa.
Gentileza y calidez hasta el final. Cualidades de un hombre de Dios que sufre por dentro por una decisión inevitable. Pero que, en su sencillez, es capaz de responder a quien le agradece por ocho años de servicio fiel en una de las encomiendas más complicadas con un simple: “¡Gracias! ¡Gracias señor! ¡Gracias a todos!”.
Colaboracion de Andrés Beltramo.