Sorprendentemente (yo soy el primer sorprendido), me ha salido un libro muy ameno y divertido. Es un comentario común de todos aquellos que lo han leído y espero que también los lectores de este blog puedan decirlo en el futuro. Se nota que yo mismo he disfrutado mucho escribiéndolo y quizá incluso pueda transmitir algo de la alegría cristiana que lo motivó.
Se llama Romero a Roma porque relata una peregrinación de tres primos desde Nápoles hasta Roma. Los que peregrinan a Roma, decía Alfonso X el Sabio, se llaman romeros. Uno de esos tres primos soy yo (el guapo, para más señas, así que pueden imaginarse a los otros dos, si no les da miedo hacerlo). Fue una peregrinación a la antigua usanza: a pie (más o menos), mendigando la comida (más o menos) y durmiendo en la calle o donde nos quisieran acoger.
Quizá lo que más me gusta del libro es que describe una mínima parte de lo que es la vida de todo cristiano: un cúmulo de aventuras, alegrías, encuentros con personas fascinantes, fatigas, rechazos, regalos, belleza, pecados, oraciones, amistad y, sobre todo y en todo, la gracia de Dios. Una peregrinación es siempre un símbolo de la vida cristiana y, por eso mismo, un relato de peregrinación ayuda al lector a ver su vida como es en verdad, una magnífica aventura que lleva hacia Dios, quitándose las gafas oscuras de la costumbre, la rutina y la desesperanza.
Describir algo tan lleno a rebosar de Dios, de experiencias y de vida como una peregrinación a pie es casi imposible. Por eso mismo, el libro es una mezcla caótica de anécdotas, explicaciones, encuentros, descripciones, poesías, canciones, buen humor, traducciones, reflexiones más o menos profundas y, por supuesto, oraciones. A la sobreabundancia de la peregrinación (y de la vida), el libro responde lo mejor que puede con una mirada de admiración agradecida.
El estupendo blog El olor de los libros (que recomiendo encarecidamente), comentaba así el relato:
“el escritor Bruno Moreno y sus primos, que si bien tuvieron que recurrir algo al caballo de hierro, se hartaron de ampollas, hedieron cuanto se es posible, mal comieron como se debe si se viaja sin dinero y rezaron como posesos. Bruno en este libro lo cuenta casi todo. Es un libro con tanta espiritualidad como humor. Lleno de amor a Dios y a la Iglesia, con abundante poesía y citas y con una muy sabia elección: comenzar el viaje desde la españolísima región del reino de las dos Sicilias, en concreto desde Nápoles.”También Eleuterio, que escribe en esta santa casa, en el blog Mera defensa de la fe, hizo una reseña de Romero a Roma, en la que incluye varias de las poesías del libro y cita varios fragmentos del mismo:
“Va más allá de lo que es un libro de viajes y lo es porque uno que tiene sentido espiritual ha de tener, por fuerza, un contenido también espiritual. […] dulcifican la dura tarea de caminar entre Nápoles y Roma y muestra que es posible pasar unos buenos momentos mientras que los pies pasan otros no tan buenos”.Eleuterio, haciendo gala de su amabilidad característica, lo compara con El camino a Roma de Hilaire Belloc. Quienes conozcan la obra del escritor anglofrancés se sonreirán sin duda por la exageración, porque el libro de Belloc es uno de los mejores relatos de viajes que se han escrito nunca. Aun así, me alegra estar en su compañía, aunque se deba únicamente a la exageración de un buen amigo.
En fin, no me alargo más. No es un libro muy largo, pero sería imposible resumir en unas pocas líneas todo lo que cuenta: hospitalarias Misioneras de la Caridad, ecos de la vieja España, los huesos de San Genaro y la calva de un cardenal, los duros suelos y los blandos corazones de Italia, la piedad de los sencillos, los restos de la Roma Imperial, volcanes, avellanas, mi hermana Clara, la ciudad en lo alto del monte, piedras que hablan de Santo Tomás, santos, pecadores, milagros, sufrimientos, la alegría de la fe y la amargura de la desesperanza, San Benito, la lluvia y el calor, la unificación de Italia, sangrientas batallas, órdenes de caballería, frutas henchidas de sol, atardeceres en el paraíso, San Ignacio y, al final, “los huesos de aquel pescador de Galilea testarudo y fanfarrón que comió y bebió con Cristo después de su resurrección”. Todo eso y mucho, mucho más.
Para saberlo, tendrán que leer el libro y acompañarme en mi peregrinación a Roma, porque como peregrino, a semejanza del marino del Conde Arnaldos, no digo mi canción “sino a quien conmigo va”.
Por Bruno Moreno Ramos.