A cada momento y en todas partes se cometen errores. De diversas índoles, empresariales, personales, militares, policiales, familiares. En todos los casos hay que pagar el costo de estos errores.
Unos de esos errores fatales fue el disparo que cegó la vida del hermano de Carolina -Caro como la conocemos todos en el barrio- en la mañana del miércoles, apenas cuando despuntaba el sol. Quienes presenciaron el hecho dan cuenta de la búsqueda incesante de criminales, por parte de la policía; cuando cayó abatido, en las proximidades del barrio San José de la Mina, la bala también pareció penetrar el corazón de la comunidad.
Muchos se indignaron. Las lágrimas fueron colectivas y como siempre la angustia por el terrible hecho se apoderó vertiginosamente de toda sociedad. Los noticiarios recogieron el hecho como otras de las tanta noticias que agobian al país.
Se trató de unos de los muchos descendientes haitianos, los cuales pululan por calles de Dios desde tempranas horas, sobreviviendo al desafío de agenciarse los alimentos, apenas el sustento de un solo día, venciendo las dificultades de la exclusión impuesta por el propio destino.
Resulta ser el mayor de cinco hermanos nacidos y criados hasta la adolescencia en unos de los barrios de la periferia de la ciudad de Santiago. Nunca había tenido problema con la policía, por el contrario se caracterizaba por asistir a la iglesia asiduamente, donde recibía la solidaridad de la comunidad completa.
Cuando la noticia se esparció como pólvora, muchos se quedaron amonados, por tan infausto hecho. Como resulta difícil reconocer a los descendientes de haitianos por su nombre no fue hasta media noche cuando en la casa nos percatamos de que se trataba de alguien cercano a nosotros.
Sus dos hermanitas pequeñas, Carolina y Rossana nos visitan y compartimos con ellas la comida e incluso se dotaban de algunas prendas de vestir. En la mayoría de las veces ayudaban en los quehaceres domésticos, ya son consideradas parte de la familia.
Aunque la víctima, su hermano mayor, en varias ocasiones llegó a pedir dinero para completar el almuerzo de su familia, nunca vino a nuestra casa a conversar con nosotros, a no ser en la iglesia los domingos, cuando asistía sin demora, a los cultos abiertos de la Iglesia Católica ubicada en su barrio, San José de las Minas.
Quienes lo mataron recorrían la barriada como sabueso a la espera de topetarse con aquel a quien realmente buscaban -el mes anterior la madre de un reconocido pelotero había sido asesinada impunemente y aún perseguían algunos de los autores- lo inimaginable sucedió, luego de dar varias vueltas exacerbados y con la adrenalina alta le dispararon, por error al joven cuya edad no sobrepasaba los 17 años.
En medio de la indignación, la gente común de la comunidad se abalanzó a lanzar los desperdicios y los botes de basura a las calles, en señal de protesta por aquel crimen, cuya explicación dada más tarde se inscribía en el prontuario de errores cometidos por los agentes del orden.
En medio de lágrimas mi amada esposa se conmovió profundamente cuando se abrazo en mi pecho para decirme: ¡Mataron el hermano de Caro! La semana completa percibo una leve tristeza posada en su rostro, mientras me aferro a la idea de que no habrá jamás una convincente explicación para aceptar el inexplicable hecho, cuyo precio se pagó con una vida humana.
Aquiles Olivo Morel.