Maricruz Tasies-Riba.
Habiéndome el Señor sacado aquella sonrisa me dispuse a abordar el día con buen ánimo a pesar del frío, las pesadas y oscuras nubes.
Hice lo que regularmente hago antes de ponerme a trabajar y para cuando tenía como media hora de haber empezado, levanté la mirada de lo que estaba haciendo y noté que estaba el día tremendamente soleado.
Caminé escéptica hasta detenerme sobre los peldaños que dan al jardín para verificar en el horizonte si aquello no era, como tantas otras veces, solo un “alegrón de burro”.
Miré hacia el Este y, efectivamente, el cielo estaba completamente despejado y pintado de un azul infinitamente hermoso.
Fue entonces que recordé lo que esta pedigüeña un par de horas antes había pedido.
- “¡Cielos, Señor!.¡Caray! No era necesario. Gracias. Muchas gracias”. Le dije.
De seguido tuve conciencia de haber estado recibiendo toda mi vida muchísimo más de lo que necesito, alegrías y sufrimientos con enseñanzas incluidas.
Fue tal la gratitud que me embargó que fue entonces cuando lloré desconsoladamente.
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Saben? El domingo el cántico de comunión que tan magníficamente interpretó don Fernando Andrés en su órgano trataba sobre el encuentro acaecido en el camino hacia Emaús.
La letra y la melodía en la voz y pasión con la que el maestro de capilla cantó, transmitían a manera de súplica, tan ferviente como mi deseo de un día de sol, la necesidad profunda de aquellos hombres de no verse de nuevo abandonados a su suerte.
La última estrofa, que mencionaba el rostro del Señor iluminándolos como ilumina el sol, evocó el día aquél en que para mi, tan inmerecidamente, éste brilló.
Y es que, el corazón lo sabe. O me van a decir que no? El corazón sabe con certeza y la razón lo reconoce que, una vez habiendo tenido –al igual que los de Emaús- ese encuentro, no será posible que un día de verano loco, por más invierno que parezca, llegue a ser capaz de jamás ocultar el Sol.
El corazón y la razón lo saben. De ahí las lágrimas.
De ahí las lágrimas, la gratitud, la alegría, la Esperanza y todo lo demás.
Todo lo demás que, en lo cotidiano y sin necesidad de pedirlo, ni siquiera de suplicarlo, se nos ofrece para pintar la vida de colores.
Tal como los colores con los que esta pedigüeña cara dura pintó esta cafetera aquél inesperado día de Sol.