Escrito por: Adrián Javier (lapalabra.encinta@gmail.com)
Cuando tenía menos edad, estaba convencido de que un síntoma de la inminente aparición de la vejez lo representaba la continua comparación verbal de los hechos del pasado con los pormenores del presente.
Pensaba que esa sabia disposición de la experiencia, sopesaba con deleite acontecimientos, estilos y expresiones, como una hábil estrategia de “la generación recién vencida”, para mal ocultar el anonadamiento producido por los novísimos estertores de los tiempos modernos.
Nunca se me ocurrió que el oficio de testigo supone un valor agregado que suele con facilidad inadvertir el orgullo y la pedantería intelectual adolescente.
Es que las nuevas generaciones en su afán de instaurar nuevas reglas, tonos, encuadres, modos o decires, pecan a veces de ceguera y de soberbia, y se dan el lujo de no abrevar a tiempo en el pozo de dicha que supone el conocimiento que ha sabido constituir más allá de sus aristas todo viajero de regreso.
Así sucede en la política, en el arte, en la literatura y en la vida familiar.
Toda generación atisba en sus pasos insurgentes una verdad espectacular que cree demoledora y de tamaño del aire. Mas, ciertamente, ninguna está acabada de tal punto, que su recorrido esencial, visto aún con lupa revolucionaria, no ha de servir a los novísimos regentes de la historia, para el cotejo razonado de los aciertos o el análisis objetivo de los errores.
Lo correcto es partir siempre de los referentes y ceñirse con denuedo a su savia depurada, una vez desbrozados, descubiertos y atesorados sus acertijos.
Tarde o temprano, la historia fija y enjuicia el auténtico encauce del legado de cada cual. Distanciada o no, de la herencia que marca el tiempo, todo lo rumia y absorbe en libertad. Incluso las acciones en despropósitos de aquellos a los que hoy nada parece importarle.
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