Por Pedro Domínguez Brito.
Los artistas de la literatura y de la música que admiramos comparten con nosotros como si fuesen familiares cercanos, amigos íntimos o seres amados.
Y a veces más, pues podemos disponer de ellos a nuestro antojo, en todo momento, a cualquier hora. Simplemente están ahí cuando los necesitamos y se nos entregan sin enojos, sin reclamos, sin excusas. Son nuestros agradables esclavos, siempre dispuestos a servirnos, a tejer de colores nuestra existencia, a inundar de sabiduría nuestros secos ríos.
Después que nuestros artistas se nos rinden, debemos interpretarlos, asumiendo responsablemente la última palabra para hacerla canción y así, más allá de lo literal, no vivir repletos de faltas ortográficas en nuestros espíritus ni de desentonos en nuestros corazones.
Por ejemplo, nuestros libros de cabecera (sus autores para ser exactos) no nos defraudan; basta con alargar la mano y abrirlos y cerrarlos cuando nos plazca. Y los leemos a retazos o de un tirón y marcamos y doblamos sus hojas; no importa. Sabemos que no escaparán. Y lo trascendente es que somos conscientes de que tienen sangre, de que no son objetos inanimados.
Nos merecen respeto porque respiran e influyen en nuestros juicios y voluntades y hasta determinan nuestro futuro. Y dependen de nosotros los resultados de cada página asimilada, la que puede herirnos, provocarnos paz, convertirnos en héroes, sumergirnos en la más absoluta depresión o comprender un poquito mejor la cuasi indescifrable condición humana.
¿Y de la música, aquella que constituye una revelación más allá que ninguna filosofía, como expresó Beethoven? ¿Y del que canta y logra con su voz alimentar al amor y coquetear con nuestras almas? ¡Música y canto en armonía es algo celestial! Conviven con nosotros como si fuesen una de nuestras extremidades, o dos, mejor dicho.
Nos acompañan donde sea, en el hogar, la oficina, el automóvil, las fiestas, los encuentros, los velorios… Sus melodías las entonamos aún sin querer y sus voces son las nuestras, las que imitamos cuando los interpretamos. Así las cosas, no es de extrañar que nos fanaticen, que sigamos sus pasos con atención y emoción.
Por ello, cuando somos espectadores de la muerte de uno de ellos, también, en ese instante, fallece mucho de lo que somos, hasta el grado de que varias células nuestras, en señal de dolor y solidaridad, se desintegran, diluyéndose en forma de lágrimas.
Facundo Cabral, uno de los grandes de las galaxias, se nos fue sin necesidad. Se nos fue como nadie quería. Se nos fue y los ángeles de Silvio Rodríguez no pudieron salvarle, quizás porque estaban cansados. Se nos fue quien no era de aquí ni de allá, porque era de nosotros.
Pedro Domínguez es abogado