Domingo Caba Ramos
( A Basilio Caba y Josefina Rubio )
“La ausencia tiene un frío / que penetra en las almas, y las sume, las sume / en una honda nostalgia…”
(Domingo Moreno Jimenes)
Hace tres años escribí en este mismo diario que “la nochebuena era su día”, el día de la época navideña que más disfrutaba y que con más júbilo esperaba, quizás por la gran alegría que sentía cuando compartía junto a sus hijos en los encuentros familiares. Por eso afirmaba yo en el referido artículo:
“La presencia del Año Nuevo, entre otros días navideños, le era un tanto indiferente, vale decir, no le emocionaba del todo; pero el día de nochebuena su estado espiritual se tornaba totalmente distinto. Ese día, un regocijo incontenible embargaba su alma. Un alma cronológicamente casi anciana, pero sicológicamente casi joven. Un alma alegre, noble, festiva, comprensiva y entusiasta”
Y en el párrafo siguiente ampliaba: “En las primeras horas de la tarde de tan tradicional y regocijante fecha la veíamos ya bañadita, empolvada y enfundada en su clásico vestido color crema, nublando el invernal horizonte vespertino con el humo emanado del cigarrillo que muy señorialmente inhalaba, mientras se balanceaba con aire triunfal en su vieja y cantarina mecedora de caoba”
En cuanto a sus manifestaciones ya en el momento del encuentro, así describía yo su conducta: “Y ya en plena noche, la luz de la tierna sonrisa que se desprendía de su moreno rostro, parecía alcanzar mayor esplendor hasta el punto de opacar el fulgor de un lucero tímidamente atrincherado en un rincón del estrellado espacio celestial… Y presa de la emoción, elevaba el volumen del radio tan pronto escuchaba su canción favorita. Y en el momento de la cena comía con voracidad… Y abrazaba y besaba a cada uno de sus hijos. E ingería, a escondida de algunos de estos, el anís o el ponche médicamente prohibidos: sus bebidas favoritas”
En diciembre de 1996 compartimos con ella su última nochebuena. Ese día su estado de ánimo parecía distinto al de las demás nochebuenas: apenas comió, apenas reía, su rostro lucía apagado y su mirada, en ocasiones, se perdía en el lejano horizonte. Ese día, mi viuda y siempre recordada madre, doña Librada, no parecía la misma. Quizás su cuerpo estaba siendo azotado desde ya por los efectos devastadores del fulminante paro cardíaco que cincuenta y tres días después ( 16/2/97) paralizó los latidos de su tierno corazón, excluyéndola para siempre del mundo de los mortales.
“A partir de tan infausta fecha - escribimos en el precitado texto - las navidades sin su presencia, ya no tienen para sus hijos el mismo significado, la misma alegría, el mismo sabor, el mismo tono jubiloso”
Y a partir de dicha fecha, el veinticuatro de diciembre de cada año, cuando muere la tarde y se apaga el sol, suelo presentarme al camposantos donde yacen sus restos, provisto de rosas y claveles rojos, y allí, junto a ella, al pie de su tumba solitaria, permanezco acompañándola por varios minutos para que no sienta sola y piense que la hemos olvidado.
Allí, cada año, en el más acá, acostumbro a postrarme al pie de su sagrada sepultura para compartir con ella su día favorito de navidad, un día que de seguro habrá de estar alegremente celebrando en uno de los espacios insondables del más allá.
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