Mario Rivadulla
En la madrugada del domingo, dos presos escaparon de la cárcel de Najayo. Uno de ellos, identificado como Marcos Antonio Gómez (Colita), estaba cumpliendo una condena de 20 años por homicidio. El otro, pendiente de juicio, se nombra Kelfren Arturo Placencia Valerio, conocido por el apelativo de Moisés. Este está sometido por haber participado en el alevoso asesinato del joven Wellington Rafael Molina Iturino, hijo del diputado reformista Rafael Molina Lluberes y se le acusa de haber sido quien le disparó el tiro de gracia, como si se tratase de una ejecución.
La reacción inmediata de la Dirección de Prisiones ha sido colocar bajo arresto a la dotación de Najayo. Nos imaginamos que es un simple paso previo para establecer la posible complicidad de uno o más de los miembros en la fuga de ambos criminales y hacer el sometimiento correspondiente a la Justicia.
Ahora bien. El problema de la vulnerabilidad carcelaria nos parece que va mucho más allá de un caso que, lamentablemente, corresponde a una historia repetida una y otra vez. Lo cierto es que la seguridad en la mayoría de las cárceles y esto incluye a Najayo, es muy deficiente. Como lo es también el régimen disciplinario que debe primar en todo sistema penitenciario, que en modo alguno, entiéndase bien, implica un régimen de abusos y castigos oprobiosos sino de normas que garanticen el orden y convivencia dentro de los reclusorios. Cuando se reporta que en un solo mes se han fugado quince reclusos de distintas penitenciarías del país, algunos de alta peligrosidad, hay razones de más para preocupar, demandar explicaciones y exigir correctivos.
En Najayo, al igual que parece suceder en muchas otras cárceles del país, prima al parecer todo menos seguridad, disciplina y orden. Al interior del recinto carcelario entran drogas, bebidas alcohólicas, prostitutas y en algunos casos armas de fuego con las que se han producido crímenes por encargo y ajustes de cuentas. En dirección inversa, no solo se registran fugas de uno o más presos con frecuencia preocupante sino que en otros casos, reos ya condenados por delitos graves se asegura que son vistos en la calle, desde comiendo en restaurantes hasta haciendo vida nocturna. Y en más de una ocasión, malhechores que debieran estar cumpliendo largas sanciones, aparecen como autores de graves crímenes sin que uno se explique ni nadie se encargue de aclarar la razón por la cual no se encontraban tras las rejas en vez de estar cometiendo nuevas fechorías. Situaciones como las señaladas no solo resultan de riesgo ciudadano sino que minan la moral del agente que cumple con su deber a veces a riesgo de su vida, de los fiscales que se esfuerzan por hacer bien su trabajo y de los jueces por aplicar la ley sin contemplaciones.
Hoy por hoy, uno de los principales retos del gobierno es garantizar la seguridad ciudadana. Lograrlo no es solo responsabilidad de la Policía. El cuerpo de orden público es simplemente una pieza dentro de un engranaje que contempla diversos aspectos. Este incluye la eficiente labor fiscal, instrumentando adecuadamente los expedientes que se llevan a la Justicia. También una aplicación correcta de la Ley Procesal Penal por parte de los tribunales no simplemente mecánica sino creativa, que al tiempo de asegurar al reo un juicio resto reduzca al mínimo la posibilidad de que los crímenes escapen sin sanción.
Pero también un sistema penitenciario eficiente y confiable forma parte de la estructura de seguridad ciudadana. Càrceles vulnerables donde imperan la indisciplina y el caos, la autoridad pasa de los guardianes al dominio de las pandillas de reclusos y aquellos son permeados por la corrupción no solo constituyen un baldón sino que ponen en grave riesgo y punto de quiebra todo el sistema de Justicia.
El tema da para mucho más. Sobre todo para que sea analizado en profundidad en sus fallas y debilidades a fin de corregirlas para que no se sigan produciendo situaciones tan preocupantes cuando no verdaderamente escandalosas.