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lunes, 22 de marzo de 2010

Imaginerías de palomar


Por Mery Sananes

Una tarde de diciembre y frío invierno, una paloma se detuvo justo frente a la ventana desde donde me asomo para ver a los pájaros en su comer de alpiste. No era de las palomas blancas y negras que suelen revolotear en las plazas. Esta era color sepia, marrón claro. Y nunca la había visto antes por estos corredores del viento.

Y fue como si la vida entera se hubiese detenido en aquellos ojos inmóviles que me miraban desde el lugar donde se había posado. Y como si todas las palomas de mi infancia hubiesen comenzado a volar de una sola vez, danzando su alegría sobre las migajas de pan de jobo que llevaba en mis diminutas manos de niña.

Recordé que cuando era pequeña mis padres a veces me solían llevar a la Plaza de las Palomas que queda en Macuto, con nuestro equipaje de arroz y migas, con los cuales alborozábamos los días y construíamos memorias.

Cuando mis hijos comenzaron a dar sus primeros pasos, allí los llevé con sus recortes de pan y sus sonrisas a que les dieran de comer en sus manos. Y ellos a su vez construyeron sus memorias. Y aún en tiempos recientes, he bajado a la plaza con los hijos ya grandes, a esparcir granitos y recibir alegres revoloteos. O me he ido en solitario a desandar caminos de aves y pan.

Me gustan las palomas, las que arman su bullanguería en las plazas y las que de pronto salen volando de los ojos como si fuesen palomares. Las que beben en las fuentes de las plazas, las que se posan en la mano amiga que les ofrece el grano. Las que se van y regresan. Las que no vuelven. Las que nacen en el corazón de los niños. O en el diafragma de los enamorados.

Las que pintó Pablo Picasso para garabatear la paz sobre este mundo de muerte. La que dibujó inmensa sobre las alas del mar René Magritte. La de Rafael Alberti que se equivocaba creyendo que el trigo era agua y el mar el cielo, que las estrellas eran rocío, y que en vez de irse a dormir en la cumbre de una rama, hacía silencio a orillas de un regazo.

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