Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo.
Pero mientras los llamaba, más se alejaban de mí. Ofrecieron sacrificios a los baales y quemaron incienso ante los ídolos.
Yo, sin embargo, le enseñaba a andar a Efraím, sujetándolo de los brazos, pero ellos no entendieron que yo cuidaba de ellos.
Yo los trataba con gestos de ternura, como si fueran personas. Era para ellos como quien les saca el bozal del hocico y les ofrece en la mano el alimento.
¿Cómo voy a dejarte abandonado, Efraím? ¿Cómo no te voy a rescatar, Israel? ¿Será posible que te abandone como a Adma o que te trate igual que a Seboím? Mi corazón se conmueve y se remueven mis entrañas.
No puedo dejarme llevar por mi indignación y destruir a Efraím, pues soy Dios y no hombre. Yo soy el Santo que está en medio de ti, y no me gusta destruir.
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