Inna tardó 10 días de viaje y dos horas en el sótano de un chalé de lujo de Madrid en darse cuenta de que había salido de su país, Bielorrusia, para formar parte de una red de explotación sexual. Su novio le había propuesto entrar en España como turista y trabajar de asistenta para la familia con la que él pasaba los veranos aprendiendo español.
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